15.2.13

El cementerio inglés, de Álvaro Díaz Escobedo

A muchos les gusta vivir en un morón del campo, para avistar el valle fértil y tendido. Es gente que disfruta viendo cómo, a una u otra orilla del río, abreva o pasta el ganado vacuno.
               Otros prefieren residir próximos a la costa, contemplando la inmensidad del mar, que acaricia o agrede, según la bonanza o la inclemencia predominante; y ver cómo entran y salen los barcos, ya sean grandes cruceros o pesqueros de bajura.
               Pues bien, yo vivo en un lugar privilegiado. Desde el piso que ocupo, en la parte alta de un edificio comunal, puedo admirar un panorama que me tiene fascinado hasta casi la obsesión. Se trata de un cementerio, único e incomparable, que contrasta con los de su especie. Peculiar en sí mismo, fue llevado a cabo gracias a las aportaciones graciosas de determinados dignatarios europeos, entre ellos el rey de Prusia, que contribuyó con 1.380 reales de la época, equivalentes a la mitad de la inversión.
               Al Cementerio Británico de Santander se le conoce como el Cementerio Protestante.
               En su estadística mortuoria constan 128 enterramientos. El primero, en 1806, correspondió a un súbdito inglés, inspector de ferrocarriles, y costó 25 pesetas; el último tuvo efecto en 1990. No hay constancia de las causas de los decesos de  uno y otro, ni creo que importen.
               Situado a extramuros de la ciudad en la fecha de construcción, el camposanto a que me refiero ofrece abierta su única puerta. Tras ella está ubicado el monumento funerario levantado en homenaje a la Legión de Marinos Británicos, creada al amparo de la cuádruple Alianza de 1835. Aquí lo trasladaron, precisamente cerca de donde habito, desde el antiguo cementerio de la calle San Fernando. Es un monolito singular, al que rodean, protegiéndole, cuatro férreas anclas.
               El caso es que la presencia británica en Cantabria podía constatarse tanto en los astilleros de Guarnizo como en el conjunto de la industria provincial, con preferencia en las  refinerías de azúcar y en las fábricas de loza. Asimismo contribuiría a las buenas relaciones anglo-montañesas la intervención militar de la Escuadra Británica en la Guerra de la Independencia española.
               Consecuencia del acontecer fue que en la capital santanderina aparecieron problemas no solo hosteleros y sanitarios, sino también de tipo funerario, surgiendo la necesidad de una necrópolis anglicana específica. Además, la expansión del ferrocarril trajo muchos técnicos y operarios extranjeros a La Montaña.
               Este camposanto es un referente histórico de carácter mobiliario, aunque algunos sostengan que está en el abandono. En lo que me atañe, las circunstancias favorecen mi propósito. Ignoro cuál será la posición de la Iglesia Evangelista Española respecto a la polémica suscitada, pero podría asegurarse que pocas reformas estéticas se han llevado a cabo hasta ahora.
               Para satisfacción de obispos y prelados católicos, los cementerios protestantes van, en nuestra patria, camino de la ruina y del olvido. Craso y lamentable error cultural.
               Heterodoxia y Martín Lutero a un lado, el fosal en cuestión es muestra del escaso patrimonio presbiteriano que existe en España.
               Sabido que los protestantes no podían ser enterrados en suelo sagrado, los herejes, ateos y suicidas terminaban en los estercoleros o en lugares baldíos.
               Tristemente, el Ayuntamiento de Santander decidió borrar del mapa urbano y turístico a esta vieja y cuestionada necrópolis, en la que comparten sepultura evangelistas de diferentes países. La cartografía del Municipio lo esconde en medio de la zona ajardinada.
               Con solo una llamativa mimosa como perenne testigo floral, el pequeño pedazo de tierra santa permanece sometido al despiadado abrazo de los edificios que le circundan.
               La parcela es propiedad de los consulados británico, alemán, sueco y noruego. Dicen que el cónsul de Alemania quiere canjearla por otra en el cementerio municipal; eso sí, a coste cero.

                                                              *

               Lo cierto es que me encantan los cementerios, tanto que ha poco estuve en el de Ciriego para visitar la tumba donde reposan los restos de la bailaora Carmen Amaya.
               Mas es el cementerio inglés quien provoca mi interés en este caso. Me asomo a él varias veces al día, oteando la senda cuya andadura es la que se cree conduce a la auténtica verdad.
               Sin apenas darme cuenta, el camposanto de que hablo va calando en mi ánimo. Tiene aspecto y vitola de jardín, y representa a una isla entre el mar de casas. Su estratégica ubicación le protege de los robos sacrílegos y de las expoliaciones.
               Le tengo a mis pies, a distancia inferior a cincuenta metros; y, para disfrutarlo en su magnitud, utilizo unos prismáticos con zoom.
               Por fin, llegó la ocasión esperada, la oportunidad de conseguir una sepultura vacía. En las gestiones para enterarme de quién pudiera ser el propietario, no saqué conclusiones válidas. Al tratarse de propiedad antigua, aparte su credo protestante, los datos registrales eran bastante confusos.
               En consecuencia, decidí resolver por mi cuenta. Ni corto ni perezoso, me apropié del sepulcro sin más; o séase, gratis.
               Apartada en un lateral de las filas intermedias, en situación de independencia que yo apreciaba, la tumba elegida contrastaba con las demás.
               El primer día que me puse a limpiar la fosa sentí una sensación difícil de describir.
               Realizada la labor previa de saneamiento, consideré conveniente dejar que pasara un tiempo prudencial antes de afrontar otros preparativos.
               Cuando estimé que era el momento propicio, di el segundo de los pasos previstos, y encargué a un marmolista funerario mi propia lápida. La mayoría de las que presentaba el cementerio estaban esculpidas en cruz, pero las había de forma rectangular y en triángulo. En algunas estelas constaban la creencia, ideología, profesión o posición social del difunto, y se veían lápidas que incorporaban fragmentos de textos religiosos.
               El hecho de compartir habitáculo con gente mucho mayor que yo, de ideas religiosas antagónicas, que nunca enfrentadas, no coartó el proyecto concebido.
               La conversación con el artífice de la marmolería fue, más o menos, del siguiente tenor:
                        - Quiero encargar una lápida.
                        - De qué características.
- Discreta. Vamos, que no peque de llamativa.
- Le mostraré el catálogo.
- No es necesario. Le facilitaré las medidas aproximadas, y el resto quedará a gusto de su sentido profesional.
- ¿Qué material prefiere que pongamos?
- Me es indiferente que sea de piedra, mármol o granito.
- De acuerdo. Vayamos a la inscripción.
- Llevará un nombre y una fecha, la del nacimiento.
- ¿Y la del fallecimiento?
- Ponga tres puntos suspensivos.
- No le comprendo bien, pero será como usted desea. ¿Alguna observación en cuanto a posibles epitafios?
- Los considero innecesarios.

                                                                       *
            Primero acudía de madrugada, luego durante la mañana y la tarde; por último, a todas horas. Me pegaba a la lápida apropiada, para dialogar con mi otro yo; mejor dicho, a monologar.
            Sucedió en noche de luna llena. Gracias a la luz que proporcionaba el astro reina, la claridad permitía distinguir los objetos, incluso sin prismáticos. No fue necesario escudriñar para apreciar el cambio.
            ¡En la losa se había modificado parte de la inscripción original!
            Tuve un presentimiento y, sobre todo, una inmensa curiosidad. Me puse una prenda de abrigo y bajé a la calle, en dirección al cementerio. Al traspasar la puerta de entrada, descubrí la novedad.
            Los puntos suspensivos que deberían seguir a la fecha de natalicio estaban borrados, y en su lugar figuraba la correspondiente al óbito.
            Mi incredulidad era tan mayúscula que, situándome a un solo paso de la tumba, me pregunté a mí mismo:
            - ¿Dónde estoy, en realidad, aquí fuera o ahí dentro?
                        La contestación surgió inmediata.
            - Estás donde siempre deseaste, contigo mismo, pero habiéndote liberado de la pesada carga del cuerpo.
            Así comenzaron los diálogos con el otro yo.
            - ¿Por qué te hiciste de mi tumba y pusiste tu nombre?
            - Convengamos en que es asimismo el tuyo.
            - De acuerdo, pero tengo una duda, que deseo aclarar: ¿Te adueñaste del hoyo en que reposo, o fui yo quien compró el piso en que vives tú? Aún más, me gustaría saber qué piensas.
            - En buena lógica, lo mismo que tú.
            - Entonces, ¿qué buscas?
            - Nada en absoluto. Ni siquiera se me ocurre perder el tiempo soñando con un posible elixir de vida.
            - ¿No te interesa vivir?
            - ¿Acaso quieres tú resucitar?
            - ¿Para qué?
            - Ahí tienes la respuesta.
            - Es muy distinto; tu espíritu es joven, y mi cuerpo está decrépito.
            - Veo que careces de fe, lo que supone que crees en el infierno.
            - En el infierno me cuesta mucho creer, sobre manera en período de crisis económica. Mantener esa enorme caldera encendida las veinticuatro horas del día se me antoja imposible. Sin embargo, creo en el diablo.
            - Yo también. Sólo el que cree en el diablo cree en Dios, y viceversa.
            - Cuéntame algo entretenido. ¿En el cielo se flota o se vuela?
               - Lo ignoro. Todavía sigo a la espera del juicio final. La única referencia que tengo es de índole gastronómica: parece ser que en el cielo no hay almejas, al menos en criterio de un gran humorista.
               Decía un filósofo griego que la verdadera vida no comienza hasta que el alma sale del cuerpo. Los humanos consideramos la existencia como el más preciado de los dones que Dios nos ha dado, y por tanto, creemos que la muerte es lo peor que puede sucedernos.
               ¿Tendría razón Eurípides cuando, medio siglo antes de que naciera Jesucristo, hablaba de la posibilidad de que lo que llamamos vida es la muerte, y que nuestra muerte se llame vida allá en lo remoto?
               Sea como fuere, me chiflan los cementerios.
RELATO DE ÁLVARO DÍAZ ESCOBEDO EXTRAÍDO DE LOS MEJORES TERRORES EN RELATOS http://www.mareditor.com/narrativa/TerroresRelatos.html